[todo lo que tengo se lo he pedido prestado a mi imaginación]


10 julio 2009

En el país de los gigantes...

Dice que se está poniendo vieja. Y él la escucha y se ríe porque piensa que si hay algo que se está poniendo es hermosa. Helena habla sin parar. Hoy es uno de esos días en los que necesita de Lucas más que nunca. Él la respeta tanto que no la contradice. Ella lo quiere un montón. Aunque nunca logren consensuar entre la pasión y el amor que derrite a Lucas y la desesperación y el afecto que atan a Helena. Aunque no logren un pacto, ellos tienen sus promesas en vano y su ritual del domingo a la tarde.
Lucas viaja en el tiempo, pierde su fecha de nacimiento, se vuelve hombre. Helena pasea en camiseta y medias jugando a no ser grande, jugando a saber jugar. Pero Lucas sabe que ella juega con sus sentimientos y que ella siempre hace trampa. 
Entonces Helena habla hasta que se le agotan las palabras, se desprende de sus temores, de las locuras, de los problemas. Él la escucha, paciente, cauteloso. La abraza. Ella se deja. Y así los besos y caricias los desnudan; la pasión, la furia los arrastran, los cabalgan, los penetran.
Pero el ritual nunca termina con ellos durmiendo abrazados. Helena suele temer quedarse enredada entre las sábanas. Lucas acostumbra rogarle a Dios que ella se quede ahí, atrapada en su abrazo.
Por eso Helena corre; ya no juega, escapa. Y se viste, otra vez en mujer y ya no niña. Lucas recupera su identidad, su edad y su lugar. Ella lo trata como a un alumno. Le explica, lo conduce y corrige.
Lucas se avergüenza de lo que no eligió: el año en que nació. Quisiera ser grande. Serio. Correcto. El hombre correcto para Helena.
Helena quisiera abandonarse al infantil Lucas, ser niña para siempre. Sin embargo se recompone cada domingo para regresar a su mundo cargado de problemas y cosas de adultos. Allí donde Lucas no tiene y nunca tendrá lugar.

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