[todo lo que tengo se lo he pedido prestado a mi imaginación]


10 agosto 2016

Llevo despierta horas de días y meses, dormida; en duermevela. Un murmullo de fondo no me deja descansar y algo internamente pide sin gritar pero insistente: estate alerta. 
Esta noche un dolor físico me obliga a levantar de madrugada. Confío en que algo tiene para decir entonces me siento en una silla, erguida y pongo música que jamás oí.
De pronto no reconozco algún sonido, instrumento o idioma.
Estoy escuchando música que parece no estar interpretada sino en una lengua primitiva, universal.
Si pretendo descifrarla pierde sentido así que la dejo mostrar todo eso que tiene para mí. Me asusta desear tan intensamente su mensaje y, de antemano, saberlo ya aprendido.
Se parece a recordar un sueño. Primero se siente suave como algodón. El sueño se acerca y uno confía en que el recuerdo como un perro manso vendrá todo, en la medida en la que se lo necesite invocar. Luego aparece un sueño redondo como una luna llena,
completo e iluminado, que pareciese volarse espantado si uno intenta contarlo.
La música repentinamente calla. Entiendo al Universo entero en un instante que fugaz corre frente a mis ojos y distraída olvido nuevamente la lección.

07 agosto 2016

Gesté una pequeña tormenta
concebida
una noche cualquiera;
ni siquiera recuerdo bien cuándo,
ni dónde o por qué.
La cuidé con esmero,
paciencia,
hice lo necesario:
dormí mal, casi no me alimenté;
perdí la razón y la fe.
Tantas noches
me agarré con dolor la cabeza,
palpé los nudos (fantasmas),
sentí miedo y angustia.
También me agité.
Yo gesté una tormenta mental
que creció
como crecen las cosas valiosas
si les tienen paciencia,
y alguien les da de comer.
Asumí las molestias,
los cambios;
me creí incapaz de poder
darle vida, entenderla.
Temí no querer aprender.
Sospeché que llegaba
el momento;
el instinto es más fuerte, pensé.
Busqué un refugio lejano,
me contraje, jadeé.
La parí entre gritos y llanto;
la miré y abracé.
Amé a esa tormenta
neonata
que durante cien días gesté.