A veces pasa. Te vas olvidando de cómo eras o cómo era un
espacio y te adaptas a su nueva forma, borrás por completo la imagen de lo que
fue hasta que alguien o algo te dispara el recuerdo enterrado. Entre lo que sos
y lo que fuiste, ese abismo que fue el proceso. Recordarlo es tomar conciencia
de la evolución. Un cachetazo de tiempo y esfuerzo, sudor, lágrimas, te lleva
del presente al pasado y te vuelve a traer hasta acá. Ves? Esto sos-fuiste-sos.
No fue fácil ni gratis, obvio.
Acá íbamos a caber todos, por eso el living se convirtió en dormitorio un par de semanas después de mudarnos. Veníamos a terminar de separarnos a Capital. O a empezar, en realidad. Así que armó su cuarto ahí y, un rato después, comenzó a transformarlo en bunker. Metió la cama grande, la tele, el aire acondicionado sin conectar, los muebles que le había hecho su papá, el sistema de sonido, el otro sistema de sonido, una montaña de porquerías sueltas que ni hacía falta que se guarde porque total yo no las quería, papeles con misterios que sugerían compraventa de mentiras en dólares y supuestas estafas mal escondidas entre la ropa. Todo en su bunker.
Las puertas de vidrio tenían cortinas y las cerraba solamente cuando quería él. Si afuera pasaban cosas divertidas, si yo estaba cocinando sin sufrimiento ni temor, las abría para que su música se mezclara con la mía y fuese imposible respirar. Yo solía apagar mis parlantitos porque sus nuevos gustos musicales habían sido banda de sonido de mi adolescencia, así que me sabía las letras y me ponía a cantar. De la bronca, cerraba las puertas y todo volvía a empezar.
Después salía del bunker, se sentaba a cenar. Comía, se paraba y volvía al bunker a sacarse los mocos con la puerta abierta mientras miraba History Channel o la serie de los zombies y entre lo que miraba y la cara que ponía creo que no hacían uno. O se sentaba a chatear en su nuevo Facebook con todas sus amigas reencontradas de la vida y les contaba, una por una, las miserias de mi pésimo desempeño como esposa, ama de casa, madre e incluso como amante. No, yo ya no se la chupaba y hacía rato que no me dejaba coger.
Salía a pasear a los perros dándome el tiempo necesario para leer las conversaciones sin caer en estrategias de espía secreto, dejaba todo sin bloquear. Sentía las llaves, salía del bunker, él volvía a entrar y de nuevo a sacarse los mocos.
Acá íbamos a caber todos, por eso el living se convirtió en dormitorio un par de semanas después de mudarnos. Veníamos a terminar de separarnos a Capital. O a empezar, en realidad. Así que armó su cuarto ahí y, un rato después, comenzó a transformarlo en bunker. Metió la cama grande, la tele, el aire acondicionado sin conectar, los muebles que le había hecho su papá, el sistema de sonido, el otro sistema de sonido, una montaña de porquerías sueltas que ni hacía falta que se guarde porque total yo no las quería, papeles con misterios que sugerían compraventa de mentiras en dólares y supuestas estafas mal escondidas entre la ropa. Todo en su bunker.
Las puertas de vidrio tenían cortinas y las cerraba solamente cuando quería él. Si afuera pasaban cosas divertidas, si yo estaba cocinando sin sufrimiento ni temor, las abría para que su música se mezclara con la mía y fuese imposible respirar. Yo solía apagar mis parlantitos porque sus nuevos gustos musicales habían sido banda de sonido de mi adolescencia, así que me sabía las letras y me ponía a cantar. De la bronca, cerraba las puertas y todo volvía a empezar.
Después salía del bunker, se sentaba a cenar. Comía, se paraba y volvía al bunker a sacarse los mocos con la puerta abierta mientras miraba History Channel o la serie de los zombies y entre lo que miraba y la cara que ponía creo que no hacían uno. O se sentaba a chatear en su nuevo Facebook con todas sus amigas reencontradas de la vida y les contaba, una por una, las miserias de mi pésimo desempeño como esposa, ama de casa, madre e incluso como amante. No, yo ya no se la chupaba y hacía rato que no me dejaba coger.
Salía a pasear a los perros dándome el tiempo necesario para leer las conversaciones sin caer en estrategias de espía secreto, dejaba todo sin bloquear. Sentía las llaves, salía del bunker, él volvía a entrar y de nuevo a sacarse los mocos.
A mí me tocaba dormir en el piso, en el colchón inflable
que se desinflaba durante la noche mientras se me inflaban las angustias. Pero
no lloraba, había dejado de llorar. Recuerdo que alguna vez, varias veces y
varias personas distintas, me habían pedido que llorara menos. Cuándo te vas a secar, Mimita? Y yo, que
creía que jamás, ya no conseguía
llorar. Es que las amenazas eran claras. Frente a cualquier signo de debilidad,
la grieta que dejase descubrir sería utilizada para entrar. Yo sentía la
adrenalina. Me iba a acostar y sentía el latir de mi corazón contra la cama. El
pecho era una caja en la que yo escondía todo lo que me hace ser yo. No lloraba
por miedo pero también sabía que no llorar era reservarme mis cosas, él ya no
se las merecía.
No lloré tampoco cuando me dijo las cosas que me dijo.
Las ventanas estaban abiertas, las puertas de su bunker también. Él buscaba la cámara de fotos que mi viejo me había traído de Estados Unidos para sacarle fotos a todo lo que quería vender. Porque lo que no era de él, lo que no tenía lugar en su bunker, lo que no fuese basura que él quisiera descartar, eso se podía vender. Y la cámara no aparecía, porque era mía y entonces me la había llevado a mi refugio, a mi pequeña caja fuerte junto con los dni y las partidas de nacimiento. Tenía muchísimo miedo de no saber quiénes éramos, de olvidarme mi edad, de comenzar a dudar del lazo que me vinculaba con mis propias hijas así que había guardado en un doble techo del placard lo único que de verdad importaba de todo lo que teníamos, mi identidad y mi maternidad. Y ahí, también, la cámara de fotos porque con mi cámara no quería que siguiera sacándole fotos a las cosas. Y como la cámara no aparecía él gritaba. Las ventanas abiertas y él relatando entre dientes, con la voz quebrada de tanta agresividad, su plan para hacerme mierda. Si total yo era débil, yo sola me iba a hundir. No vas a resistir y te vas a volver loca. Y las puertas del bunker abiertas, él moviendo las manos entre gestos que con su metro noventa parecían una rapeada de terror. De fondo la cama, los muebles, la tele, los zombies, la pila de basuras, un espacio muerto en la casa que era un campo minado, la ventana enrejada, algún vecino escuchando mina de mierda, inútil, para nada servís, ni tus hijas te quieren. Y yo, con el pecho guardando emociones, las identidades escondidas en el placard, grabando con el teléfono los gritos, grabando con la cabeza las imágenes, grabando en el cuerpo el rechazo, el estómago revuelto. La luz del 5 de febrero sobre las mesadas, sobre el bunker. Todo registrado.
En el living suena
Shearwater, una tira de luces suaves enmarca el poster de Let it Be. Las
plantas, la mesa ratona. Tenemos los pies sobre el sillón. Andrea abraza a
Martina y le acaricia el cuello. Yo abrazo a un almohadón y las tres pensamos
en que comimos demasiado y quizás tomamos de más. Es el espacio más lindo de la casa, Mimo. Sí, lo es. Con los ojos
abiertos veo los libros, la luz, la música, la lata de aguarrás, cajones de
verdura, carteles inservibles. La basura que fui juntando de la calle con la
que tapé la basura vacía de bunker que grabé en mi mente.Las ventanas estaban abiertas, las puertas de su bunker también. Él buscaba la cámara de fotos que mi viejo me había traído de Estados Unidos para sacarle fotos a todo lo que quería vender. Porque lo que no era de él, lo que no tenía lugar en su bunker, lo que no fuese basura que él quisiera descartar, eso se podía vender. Y la cámara no aparecía, porque era mía y entonces me la había llevado a mi refugio, a mi pequeña caja fuerte junto con los dni y las partidas de nacimiento. Tenía muchísimo miedo de no saber quiénes éramos, de olvidarme mi edad, de comenzar a dudar del lazo que me vinculaba con mis propias hijas así que había guardado en un doble techo del placard lo único que de verdad importaba de todo lo que teníamos, mi identidad y mi maternidad. Y ahí, también, la cámara de fotos porque con mi cámara no quería que siguiera sacándole fotos a las cosas. Y como la cámara no aparecía él gritaba. Las ventanas abiertas y él relatando entre dientes, con la voz quebrada de tanta agresividad, su plan para hacerme mierda. Si total yo era débil, yo sola me iba a hundir. No vas a resistir y te vas a volver loca. Y las puertas del bunker abiertas, él moviendo las manos entre gestos que con su metro noventa parecían una rapeada de terror. De fondo la cama, los muebles, la tele, los zombies, la pila de basuras, un espacio muerto en la casa que era un campo minado, la ventana enrejada, algún vecino escuchando mina de mierda, inútil, para nada servís, ni tus hijas te quieren. Y yo, con el pecho guardando emociones, las identidades escondidas en el placard, grabando con el teléfono los gritos, grabando con la cabeza las imágenes, grabando en el cuerpo el rechazo, el estómago revuelto. La luz del 5 de febrero sobre las mesadas, sobre el bunker. Todo registrado.
Las chicas se llaman un taxi y vuelven a su casa y yo esta noche, mejor, duermo en piso.