Entrás inflado, el pecho de un zorzal, camisa y pañuelo; copa, trago y hielo. Grita una negra blusera mientras el efecto contraluz destaca tus pelos al viento, tus ojos verdes, tu cara de eterno ganador. Y a tu paso, las mesas se corren, la gente se aparta pero no porque no quiera estar cerca sino para dejarte avanzar. Avanzar, eso es lo que mejor hacés.
Yo cada vez que te encuentro es pura casualidad. O me interrumpís una noche de banales compañías, o me sacas de una rejilla de ventilación en plena Florida, o te adueñas de algún sueño para acompañarme al menos una semana en el inconsciente de las ganas reprimidas.
Entonces, con esa máscara de hielo que llevás desde que te conozco, así de inconsistente flotas en el ambiente. Te veo y trato de escapar del hechizo de tu encanto. Quizás por lerda o perezosa, no salgo airosa y quedo estampada en el lugar mientras vos, que no me ves, venís. Y ya cuando estamos cara a cara yo creo que me derrito y vos sonreís, sabés quién soy, qué pienso, qué siento y qué quiero.
Fueron dos o tres palabras, nada coherente. Saliste por donde entraste. Ni siquiera me escuchaste. Desapareciste, para no variar. Yo ahora trato de preparar alguna estrategia para tu próxima embestida. Ni aunque se esté acabando la vida vas a dejar de deslumbrarme, con tu pecho inflado, con tus ojos verdes y tu cara de hielo.
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