Yo la quería. La deseaba, la amaba. La necesitaba.
Cada vez que la veía, la admiraba.
Cuando la oía, realmente la escuchaba.
Cuando se acercaba, la olía.
Cuando no la veía, la intuía.
Si desaparecía, la extrañaba.
Si se reía, la acompañaba.
Cuando no, la imaginaba.
Por las mañanas la esperaba.
Y por las noches, la soñaba.
Los lunes la perdía, los sábados la llamaba.
Los domingos la encontraba.
A veces la consentía y otras la contrariaba.
Muchas veces la comprendía y unas pocas la indagaba.
Cuando podía, la recorría. Cuando quería, la apretujaba.
Ciertas veces, accedía. Otras, se violentaba.
Y si dormía o descansaba, yo la protegía y la observaba.
Y si se despertaba o se destapaba, yo la arropaba y la acunaba.
Ella venía y yo la esperaba. Si ella corría, yo la acompañaba.
Y si frenaba, yo la empujaba.
Si se caía, la levantaba.
Cuando lloraba, yo me moría. O si moría, yo la lloraba.
Yo la quería y la deseaba. La amaba y la necesitaba.
Ella ahí estaba, no la tenía. No era mía, la inventaba.