[todo lo que tengo se lo he pedido prestado a mi imaginación]


19 agosto 2009

Evil

Le devuelve una mirada cargada de dolor, cierra la puerta dejando atrás años de padecimiento. Abandona miles de pertenencias a cambio de llevarse recuerdos, unos pocos en una valija de cuero ajado y decolorado, en su mayoría tristes y nefastos. Mucha mediocridad en un bolsillo, las llaves del doce medio picado y una lata de Palermo para el viaje a ningún lado.
Al salir del edificio tantea en el pantalón hasta reencontrarse con los parisienne medio húmedos del chaparrón de la tarde. Cuesta pero con la derecha logra prender uno y tira la valijita en el asiento de atrás.
Tres veces se le apaga el auto. Toca el tablero desarmado, le pone onda. Solo ruega que no se ahogue y cuando enciende, calienta mientras se toma la birra medio caliente.
Ya el cansancio le brota por el cuero cabelludo. Y chorrea lamentos. -No daba para más, masculla. -No, claro; se reconforta. -Con qué poco me conformo! mendiga.
Pone primera, segunda... estira hasta que se pone en verde. Tercera. Tose. El auto tose y tironea. Y punto muerto. Ni sabe por qué frena. Está desierto el pueblo a esta hora. Últimamente el pueblo parece fantasma. Ella parece un fantasma. Tan flaca, tan dolorida. Golpeada también. 
Se saca el cangurito, se suelta el pelo. Tira el auto sobre la costanera. Y pone los pies sobre el asiento.
Medio caldo se ve el agua. Parece sopa de verdura. Le da asco pensar en eso y deja de mirar. Pero le da más ganas de vomitar el pensar en la noche de anoche. Dejándose tocar, abrazar, acariciar, manosear, fajar. Se dejaba. Siempre se dejaba porque era más fácil que resistir. Y ahora que quería ser fuerte estaba sobre el auto despintado vomitando sopa de verdura por los ojos que le goteaba sobre las rodillas apretadas contra las costillas.
Se toma un papel, desprolijo contra el tablero poroso que se toma su porcentaje correspondiente. Y sin zapatillas camina sobre el polvo arenoso hasta el borde de la olla. De entre la mediocridad que guarda en el bolsillo izquierdo rescata cinco o seis pastillas y se sienta al filo de la costa. Más bien se arrodilla, con la boca llena de mediocridad y reynol, y se toma un buen sorbo de agua caliente y lleno de microsistemas.
Medio rato después se le caen los mocos mientras tiembla con los pies embarrados. Y un poco de baba blanquecina le dibuja una sonrisa tragicómica sobre los labios finitos y resecos.
Estaba cansada de ser siempre la víctima de su propio cuento. Ella quería ser la mala. Y nunca le salía.

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