Decía que se iba, que todo estaba terminado. Me miraba, desafiante, esperando una reacción. Después me daba la espalda y se retiraba del cuarto dejándome sola.
Entonces yo salía furiosa, asustada, prendida fuego. Corría atrás suyo puteando, a veces tirando lo que tuviese en la mano. Ni una de todas las miles de veces que tiré logré pegarle. Jamás se daba vuelta.
Se sentaba en el living y prendía la televisión, era su manera de mostrarme que ya nada importaba tres carajos. Subía el volumen y yo subía el mío. Subía el calor en ese infierno.
Yo lloraba. Me cansaba un rato, me iba a bañar. Siempre creía que la ducha me sacaría de encima el miedo, el pánico que me inundaba sabiendo que llegaba el fin. Fin al que habíamos llegado hacía años. El fin era nuestra zona de confort.
Salía de la ducha mansa, con los ojos hinchados y dolor en las palmas de las manos de tanto apretar los puños. Me vestía y al salir volvía a sentir la furia corriéndome cerca. La televisión, la indiferencia, el bolso a medio hacer.
Me voy, decía. Y yo, que sabía que había esperado 45 minutos para decir de nuevo eso en lugar de irse, respondía que sí, andate bien a la puta que te parió. Y no, que no.
No te vayas. Sin vos no voy a poder. Sin vos me voy a morir. Y el aire me faltaba al imaginarme sola, durmiendo sola en los cuatro metros cuadrados de cama, sentada sola comiendo una pizza. Sola sin tener a quién odiar. Me sentía asustada, chiquita.
Si te vas no voy a poder... me voy a morir. Si te vas me voy a tirar abajo de un tren.
Entonces me abrazaba. Él perdía el miedo a irse sin que nadie lo corra, yo perdía el miedo a que se vaya sin avisar. Nos tirábamos en la cama enorme, abrazados. Y descansábamos dos o tres días, juntábamos fuerzas para volver a empezar.
No hay comentarios:
Publicar un comentario