Viaja una hora y pico, a veces tiene suerte y se sienta. Llega a Retiro y así nomás arranca. Con el morral cargado de sahumerios, bondi tras bondi ofrece sonrisa y explicación a un varieté de pasajeros. Desde los que actúan un sueño profundo hasta los que abren los paquetes para oler sus varillas sin pegamento ni aserrín que tienen un mínimo de duración de una hora y no hacen picar la garganta.
Ella sonríe y explica, y viaja casi siempre de Retiro a Caballito, de ahí hasta el Botánico y en un banco bajo un palo borracho se come un sándwich de zuccinis y queso con mayonesa de zanahoria y pan integral. Aprovecha el rato para seguir con la bufanda que teje desde hace una semana, lee un poco de los poemas combativos de Neruda y acaricia a un gato gris que se le acomoda en la falda.
Paula tiene casi cuarenta y más de veinticinco de ovo-lacto-vegetariana, hace diez años se fue a vivir a un terreno en las afueras de La Plata donde con muchos otros comparten la agricultura y armaron una comunidad. Unos hacen panes, otros dulces, algunos cuidan solamente la huerta, otros como ella hacen artesanías y se dedican a comercializar lo que producen.
Se levanta suavemente, ella no tiene rasgos de impulsividad. Guarda en el morral desteñido el papel que antes contenía el sandwich, el libro, baja al gato y se pone las sandalias. Quizás sea la última vuelta de bondi que le quede. Entonces al llegar a Retiro saca pasaje y se descubre primera en la fila. Hoy vuelve sentada. Mete la mano en el morral, se acomoda las orejas.
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