Se miran y, aunque no emiten palabra, lo dicen todo con los ojos. Y el aire frío de Junio les corta la cara, las manos buscan refugio y sólo encuentran bolsillos sin fondo, costuras deshilachadas. Las bufandas les pesan como yunques al cuello, al tono con el azul de los labios helados y vacíos. No hay adoquín, ni baldosa, que los resista a los dos. Hoy cualquier superficie es frágil. La luz es tenue como de barrio del bajo, el ruido constante interfiere con el débil sonido que cae de la boca de ellos cuando al deambular sin rumbo quieren detenerse. A pensar, tal vez.
Las puertas de las casas bajas, las ventanas de los edificios, los porteros sacando basura, las ratas trazando escapatorias por los cables caídos de un garage-galpón. Todo conspira y convierte a este momento en uno realmente desgarrador.
Son casi las y media de las veintidós. Y ellos quisieran detener el reloj.
Al pasar por la plaza quizás se preguntan cómo habría de ser si por acá un tobogán y por allá una hamaca. Si chupetines y hasta alguien que les diga que no. Entonces, se sientan en un escalón. Y, sin romper el silencio, se rozan las manos. Uñas, yemas, uñas otra vez.
El invierno los achica, a pesar del yunque y el dolor.
Él no sabe cómo. Ella no sabe por qué. Nadie les enseño.
Se paran y nuevamente sin contactarse avanzan hasta la entrada de un viejo caserón. Y en la puerta palmean, con las manos rojas de miedo. Un crujido devela el misterio y una señora gorda con delantal de cocina sonríe.
–Adelante, pasen. –se toca el pelo contenta- subite la pollera, te lo vamos a sacar.Ellos no dicen nada, y con las lágrimas calientes velan por sus catorce años y lo que nadie nunca les explicó.
Las puertas de las casas bajas, las ventanas de los edificios, los porteros sacando basura, las ratas trazando escapatorias por los cables caídos de un garage-galpón. Todo conspira y convierte a este momento en uno realmente desgarrador.
Son casi las y media de las veintidós. Y ellos quisieran detener el reloj.
Al pasar por la plaza quizás se preguntan cómo habría de ser si por acá un tobogán y por allá una hamaca. Si chupetines y hasta alguien que les diga que no. Entonces, se sientan en un escalón. Y, sin romper el silencio, se rozan las manos. Uñas, yemas, uñas otra vez.
El invierno los achica, a pesar del yunque y el dolor.
Él no sabe cómo. Ella no sabe por qué. Nadie les enseño.
Se paran y nuevamente sin contactarse avanzan hasta la entrada de un viejo caserón. Y en la puerta palmean, con las manos rojas de miedo. Un crujido devela el misterio y una señora gorda con delantal de cocina sonríe.
–Adelante, pasen. –se toca el pelo contenta- subite la pollera, te lo vamos a sacar.Ellos no dicen nada, y con las lágrimas calientes velan por sus catorce años y lo que nadie nunca les explicó.
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